EL ARCO DEL TRIUNFO
Para cualquier estado emocional que atravesemos siempre habrá un libro
que por su contenido y mensaje nos pueda hacer una agradable compañía; y
no hay pared más bonita que la que está repleta de libros de diferentes épocas, títulos, tamaños y colores.
Este vídeo se ha colado en mis sentidos y me ha atrapado hasta el final por su estética y mensaje. Desconozco quién es el autor pero desde aquí mi enhorabuena. Espero que os guste.
Salud para todos R. Sánchez-Muliterno. Escritora
Este vídeo se ha colado en mis sentidos y me ha atrapado hasta el final por su estética y mensaje. Desconozco quién es el autor pero desde aquí mi enhorabuena. Espero que os guste.
Salud para todos R. Sánchez-Muliterno. Escritora
DÍA DEL LIBRO
Laly es una maestra en animarnos en este momento tan difícil que estamos
transitando todos nosotros, y que nos llena de preocupación. Hoy nos hemos comunicado y su
energía para acompañarnos por medio de esta página de senderismo es algo que se agradece,
pues, además del duro golpe de saber de amigos y familiares que la están pasando mal,
debemos tener una actitud positiva para afrontar el “confinamiento”, una situación para
nosotros hasta ahora desconocida y que nos afecta de lleno. Una palabra que encierra un
sinfín de historias y sentimientos. El alejamiento social es algo que nos afecta profundamente,
cuanto más necesitamos estar acompañados la vida nos exige sentir la falta del abrazo de
nuestra gente querida. Nuestro mudo se cierne a nuestro pequeño hogar con la familia mas
íntima, de la cual sin duda disfrutamos, pero es imposible no sentir saudades de nuestros
familiares y amigos.
La vida nos exige estar distanciados, sin embargo nos lleva a descubrir que tenemos
nuevos amigos a nuestro lado, amigos leales que respetan nuestros momentos, que llenan
nuestras horas vacías. Con sus silencios nos hablan, a pesar de no escuchar sus voces nos
acompañan con sus palabras. A través de ellos podemos viajar por lugares lejanos y vernos en
sitios remotos. Con su magia nos hacen vivir historias que jamás habíamos imaginado, formar
parte de testimonios reales o bucear libremente en la ficción. A su lado sentimos rabia, amor,
intriga, dolor, alegrías o desconsuelo. Reímos o lloramos de emoción cuando nos penetramos
dentro de ellos.
Son los fieles compañeros que nos brindan refugio en las noches de insomnio o las
tardes al sol, en las largas esperas o en los momentos de soledad. Los podemos apretar contra
nuestro pecho, acariciar, o simplemente disfrutar de su inconfundible aroma a nuestro lado, el
olor a tinta y a papel. Al igual, podemos dejarles olvidados en algún lugar de la casa, que nos
esperarán dormidos para despertar nuevamente en nuestras manos al buscar aquella página
marcada para retomar la lectura y permitirle al autor llegar a nuestro corazón.
Esos amigos infatigables son los libros. ¡Disfrutemos de ellos!
FELIZ DIA DEL LIBRO
FELIZ DIA DEL LIBRO
Claudia Cristina Roselló
HAMBRE DE LIBROS.
Cuando yo nací, el hambre había
sido conjurada. El cambio en la política internacional, lo que la Historia ha
denominado Guerra Fría, estaba en pleno apogeo. Había transcurrido ocho años
desde el final del racionamiento de
alimentos. La autarquía económica había sido pulverizada por los intereses
políticos de los EEUU cuyos dirigentes
dieron el nihil obstat a la dictadura
franquista a cambio de que esta se convirtiera en un bastión contra el
comunismo y el suelo patrio fuera lugar propicio para la instalación de bases
militares. La represión política, las
cárceles y las torturas inherentes a la dictadura dejaron de tener importancia
para el país adalid de la libertad. Esta “ayuda” de los americanos del norte se
vio complementada por las divisas provenientes de los emigrantes que comenzaron
a buscar en Europa lo que España no les
daba: la posibilidad de progresar mediante el trabajo, comprar un tractor para modernizar la
explotación agrícola familiar, emprender un negocio o comprar una casa. El
turismo junto con un aumento de la industrialización dieron lugar a lo que pomposamente se denominó “el milagro
económico español”, mucho más ostensible en las ciudades que en el medio rural.
Con esto quiero decir que nací en un buen momento, comparado con las décadas
anteriores, por supuesto. El hambre nunca mordió mi estómago como lo hizo con
el de mis padres y mis abuelos.
Sin embargo, sufrí durante toda
mi infancia y mi adolescencia de otro hambre cuyos efectos eran casi igual de
dañinos porque privaban a la mente y al espíritu de uno de sus principales
alimentos: el saber cuyo principal
vehículo es el libro.
Los libros eran bienes escasos en la casa de los pobres, quizás por
ello yo los apreciaba, los deseaba incluso con vehemencia desde el temprano
momento —en torno a los tres años—en que aprendí a descifrar los signos
escritos sobre el papel. Así pues, mi relación de amor con los libros comenzó a
temprana edad.
La biblioteca familiar era
bastante exigua, la componían un tomo enorme de ejemplares antiguos de la
revista Blanco y Negro, que alguien regaló a mi abuelo y cuya estropeada
encuadernación él restauró con paciencia y maestría, unas cuantas noveluchas
del oeste y del género rosa (novelas de “a
duro” que se cambiaban en el quiosco. Subliteratura para los que no teníamos
acceso a Dostoievski o a Faulkner). Mi colección de libros era de la misma categoría pues se limitaba a
tres: un ejemplar recopilatorio de cuentos clásicos “Abuela, cuéntame un cuento”, un tebeo de “El
Conejo de la Suerte” (traducción muy sui
generis de Bugs Bunny) que
cambiaba semanalmente en el quiosco por otro similar, con lo que su valor era
tan grande como el número de ejemplares hubiese en el establecimiento, y La
Enciclopedia de Álvarez. Un libro horroroso editado en un papel de ínfima
calidad con malas ilustraciones en blanco y negro y apestando a la moralina
del Régimen pero que me permitía
acercarme a la literatura aunque fuese a Pemán, a los hermanos Álvarez Quintero
o a Manuel Machado—escritores
consagrados por el franquismo— aunque también a Rubén Darío o a las fábulas de
Samaniego.
Crecí con hambre de libros que se
espoleaba cuando mi madre me hablaba de Dickens, Víctor Hugo, Dumas o Galdós y
de maravillosos ejemplares de Historia Natural, Geografía o Viajes, que componían
la colección que su padrino guardaba en un arca. Ella, lectora precoz y empedernida, había
tenido la suerte de acceder a aquel tesoro ya que
sus tíos, vecinos de Los Belones,
panaderos y sin hijos, la acogieron y alimentaron durante los años más
duros de la postguerra. Aquel mundo
fantástico que se desplegaba ante mí con la enumeración de aquellas joyas
literarias que yo deseaba con vehemencia,
terminaba abruptamente cuando preguntaba por el destino de los libros. “Acabaron
en el horno, combustible para encender el fuego. La tía no sabía leer y no los
apreciaba, es más, afirmaba que me iba a volver loca de tanto leer”—narraba mi
madre.
El hambre de libros no solo me
afectó a mí, se contagió a mis hermanas.
El regalo más apreciado en casa era un libro, que solo llegaba para Reyes. Aún
conservamos numerosos ejemplares de aquella colección tipo cómic de Bruguera que nos acercó a
títulos tan memorables como Los Cuentos de Perrault, Grimm, Andersen, Tom
Sawyer u Oliver Twist. Tan alto llegó a ser el grado de de transmisión de la gazuza que se
convirtió en práctica frecuente, por pate de cualquiera de las cuatro, el
asalto nocturno a la habitación de la
feliz poseedora de un ejemplar, para cogerlo subrepticiamente y leerlo hasta
altas horas de la noche sin que la dueña se percatase y pusiese el grito en el
cielo.
A mediados de los setenta comencé
a trabajar en la temporada estival en una tienda de ultramarinos. El sueldo era
exiguo y había que entregarlo en casa, sin embargo, me permitían quedarme con
algunas “pesetillas” que yo empleaba en la adquisición de libros, naturalmente.
Como el capital era escaso y las ganas muchas, optaba por las ediciones más
baratas que hubiera en el mercado. Libros de mala calidad, con un papel y
encuadernaciones precarias pero que saciaban mi hambre. Con estos ejemplares de
la colección Reno de Plaza y Janés me
acerqué a autores como Somerset Maugham, Eric María Remarque o Pearl S. Buck y comencé
a formar mi biblioteca que sigo incrementando hasta hoy.
Afortunadamente ya no sufro hambre de libros pues cada vez que veo un
título que me interesa no aguardo para adquirirlo, hasta tal punto, que hace
unos años, un alumno me definió con la frase más certera con que lo han hecho
nunca:“Maestra, tú eres una fetichista de los libros”.
Así, con el hambre saciada, he de
decir, que cometo pecado del que no me arrepiento: el de la gula, eso sí, de
libros.
Ana María
Alcaraz Roca.
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