jueves, 23 de abril de 2020

Biblioteca Los Belones. Día del libro

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EL ARCO DEL TRIUNFO

Para cualquier estado emocional que atravesemos siempre habrá un libro que por su contenido y mensaje nos pueda hacer una agradable compañía; y no hay pared más bonita que la que está repleta de libros de diferentes épocas, títulos, tamaños y colores.
Este vídeo se ha colado en mis sentidos y me ha atrapado hasta el final por su estética y mensaje. Desconozco quién es el autor pero desde aquí mi enhorabuena. Espero que os guste.
Salud para todos        
R. Sánchez-Muliterno. Escritora

 







 DÍA DEL LIBRO
 Laly es una maestra en animarnos en este momento tan difícil que estamos transitando todos nosotros, y que nos llena de preocupación. Hoy nos hemos comunicado y su energía para acompañarnos por medio de esta página de senderismo es algo que se agradece, pues, además del duro golpe de saber de amigos y familiares que la están pasando mal, debemos tener una actitud positiva para afrontar el “confinamiento”, una situación para nosotros hasta ahora desconocida y que nos afecta de lleno. Una palabra que encierra un sinfín de historias y sentimientos. El alejamiento social es algo que nos afecta profundamente, cuanto más necesitamos estar acompañados la vida nos exige sentir la falta del abrazo de nuestra gente querida. Nuestro mudo se cierne a nuestro pequeño hogar con la familia mas íntima, de la cual sin duda disfrutamos, pero es imposible no sentir saudades de nuestros familiares y amigos. La vida nos exige estar distanciados, sin embargo nos lleva a descubrir que tenemos nuevos amigos a nuestro lado, amigos leales que respetan nuestros momentos, que llenan nuestras horas vacías. Con sus silencios nos hablan, a pesar de no escuchar sus voces nos acompañan con sus palabras. A través de ellos podemos viajar por lugares lejanos y vernos en sitios remotos. Con su magia nos hacen vivir historias que jamás habíamos imaginado, formar parte de testimonios reales o bucear libremente en la ficción. A su lado sentimos rabia, amor, intriga, dolor, alegrías o desconsuelo. Reímos o lloramos de emoción cuando nos penetramos dentro de ellos. Son los fieles compañeros que nos brindan refugio en las noches de insomnio o las tardes al sol, en las largas esperas o en los momentos de soledad. Los podemos apretar contra nuestro pecho, acariciar, o simplemente disfrutar de su inconfundible aroma a nuestro lado, el olor a tinta y a papel. Al igual, podemos dejarles olvidados en algún lugar de la casa, que nos esperarán dormidos para despertar nuevamente en nuestras manos al buscar aquella página marcada para retomar la lectura y permitirle al autor llegar a nuestro corazón. Esos amigos infatigables son los libros. ¡Disfrutemos de ellos!
FELIZ DIA DEL LIBRO
Claudia Cristina Roselló

HAMBRE DE LIBROS.
               Cuando yo nací, el hambre había sido conjurada. El cambio en la política internacional, lo que la Historia ha denominado Guerra Fría, estaba en pleno apogeo. Había transcurrido ocho años desde el final del  racionamiento de alimentos. La autarquía económica había sido pulverizada por los intereses políticos de los EEUU  cuyos dirigentes dieron el nihil obstat a la dictadura franquista a cambio de que esta se convirtiera en un bastión contra el comunismo y el suelo patrio fuera lugar propicio para la instalación de bases militares. La represión  política, las cárceles y las torturas inherentes a la dictadura dejaron de tener importancia para el país adalid de la libertad. Esta “ayuda” de los americanos del norte se vio complementada por las divisas provenientes de los emigrantes que comenzaron a buscar en Europa  lo que España no les daba: la posibilidad de progresar mediante el trabajo,  comprar un tractor para modernizar la explotación agrícola familiar, emprender un negocio o comprar una casa. El turismo junto con un aumento de la industrialización dieron lugar a lo que  pomposamente se denominó “el milagro económico español”, mucho más ostensible en las ciudades que en el medio rural. Con esto quiero decir que nací en un buen momento, comparado con las décadas anteriores, por supuesto. El hambre nunca mordió mi estómago como lo hizo con el de mis padres y mis abuelos.
               Sin embargo, sufrí durante toda mi infancia y mi adolescencia de otro hambre cuyos efectos eran casi igual de dañinos porque privaban a la mente y al espíritu de uno de sus principales alimentos: el saber cuyo  principal vehículo es el libro.
Los libros eran bienes escasos en la casa de los pobres, quizás por ello yo los apreciaba, los deseaba incluso con vehemencia desde el temprano momento —en torno a los tres años—en que aprendí a descifrar los signos escritos sobre el papel. Así pues, mi relación de amor con los libros comenzó a temprana edad.
               La biblioteca familiar era bastante exigua, la componían un tomo enorme de ejemplares antiguos de la revista Blanco y Negro, que alguien regaló a mi abuelo y cuya estropeada encuadernación él restauró con paciencia y maestría, unas cuantas noveluchas del oeste  y del género rosa (novelas de “a duro” que se cambiaban en el quiosco. Subliteratura para los que no teníamos acceso a Dostoievski o a Faulkner). Mi colección de libros  era de la misma categoría pues se limitaba a tres: un ejemplar recopilatorio de cuentos clásicos  “Abuela, cuéntame un cuento”, un tebeo de “El Conejo de la Suerte” (traducción muy sui generis de Bugs Bunny) que cambiaba semanalmente en el quiosco por otro similar, con lo que su valor era tan grande como el número de ejemplares hubiese en el establecimiento, y La Enciclopedia de Álvarez. Un libro horroroso editado en un papel de ínfima calidad con malas ilustraciones en blanco y negro y apestando a la moralina del  Régimen pero que me permitía acercarme a la literatura aunque fuese a Pemán, a los hermanos Álvarez Quintero o  a Manuel Machado—escritores consagrados por el franquismo— aunque también a Rubén Darío o a las fábulas de Samaniego.
               Crecí con hambre de libros que se espoleaba cuando mi madre me hablaba de Dickens, Víctor Hugo, Dumas o Galdós y de maravillosos ejemplares de Historia Natural, Geografía o Viajes, que componían la colección que su padrino guardaba en un arca.  Ella, lectora precoz y empedernida, había tenido la suerte de acceder a aquel tesoro   ya que sus tíos, vecinos de Los Belones,  panaderos y sin hijos, la acogieron y alimentaron durante los años más duros de la postguerra.  Aquel mundo fantástico que se desplegaba ante mí con la enumeración de aquellas joyas literarias  que yo deseaba con vehemencia, terminaba abruptamente cuando preguntaba por el destino de los libros. “Acabaron en el horno, combustible para encender el fuego. La tía no sabía leer y no los apreciaba, es más, afirmaba que me iba a volver loca de tanto leer”—narraba mi madre.
               El hambre de libros no solo me afectó a mí,  se contagió a mis hermanas. El regalo más apreciado en casa era un libro, que solo llegaba para Reyes. Aún conservamos numerosos ejemplares de aquella colección  tipo cómic de Bruguera que nos acercó a títulos tan memorables como Los Cuentos de Perrault, Grimm, Andersen, Tom Sawyer u  Oliver Twist.  Tan alto llegó a ser el  grado de de transmisión de la gazuza que se convirtió en práctica frecuente, por pate de cualquiera de las cuatro, el asalto nocturno  a la habitación de la feliz poseedora de un ejemplar, para cogerlo subrepticiamente y leerlo hasta altas horas de la noche sin que la dueña se percatase y pusiese el grito en el cielo.
               A mediados de los setenta comencé a trabajar en la temporada estival en una tienda de ultramarinos. El sueldo era exiguo y había que entregarlo en casa, sin embargo, me permitían quedarme con algunas “pesetillas” que yo empleaba en la adquisición de libros, naturalmente. Como el capital era escaso y las ganas muchas, optaba por las ediciones más baratas que hubiera en el mercado. Libros de mala calidad, con un papel y encuadernaciones precarias pero que saciaban mi hambre. Con estos ejemplares de la colección Reno de  Plaza y Janés me acerqué a autores como Somerset Maugham, Eric María Remarque o Pearl S. Buck y comencé a formar mi biblioteca que sigo incrementando hasta hoy.
Afortunadamente ya no sufro hambre de libros pues cada vez que veo un título que me interesa no aguardo para adquirirlo, hasta tal punto, que hace unos años, un alumno me definió con la frase más certera con que lo han hecho nunca:“Maestra, tú eres una fetichista de los libros”.
               Así, con el hambre saciada, he de decir, que cometo pecado del que no me arrepiento: el de la gula, eso sí, de libros.
Ana María Alcaraz Roca.



 





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